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El insoportable peso de la volatilidad o por qué María besó a Carlos

El insoportable peso de la volatilidad o por qué María besó a Carlos
Martes, 02 de junio 2020

Cuando hace un par de años nos convencimos de que la convivencia con la incertidumbre sería una condición fija de nuestro futuro -y ya nos parecía un reto complejo y hostil-, nadie tenía en la cabeza que el mundo entero acabaría confinado -y la economía, congelada- por el formol de un virus desconocido que conseguiría viajar sin pasaporte de este a oeste y de norte a sur. Un prodigio de la imprevisibilidad.

Los seres humanos, bajo diferentes formas de organización, hemos construido nuestra vida huyendo del riesgo y de la incertidumbre y cuando supuestamente más bienestar se ha logrado (al menos más riqueza) aparece un tsunami cuya furia nos ha encerrado a todos en casa y ha paralizado de repente la economía y el comercio. El camino a la inversa que la humanidad -un concepto demasiado confuso en estos tiempos- ha trazado a lo largo de su historia. María, que conoció a Carlos en un local nocturno y a altas horas de la madrugada, no se explica todavía por qué besó a aquel hombre cuando, media hora después de conocerlo, sin pensarlo, se metió en su coche para llevarlo a casa. La noche en la que el impulso superó lo previsible y acabó en una cama que nunca habían compartido. Como el Covid19, llegó sin avisar.  

La incertidumbre crea oportunidades. Pero también las destruye. Lo que estamos viviendo, el confinamiento y desconfinamiento de nuestras vidas, de las empresas, de la economía, … supera cualquiera de los momentos de incertidumbre que hemos vivido en los últimos cien años. Quizá más. Es difícil objetivarlo. Pero lo que no es discutible es que el futuro que traza la aparición de esta pandemia ha superado y superará, previsiblemente, el dibujo que nos hacíamos -tan ingenuos como María aquella noche- para explicarnos a nosotros mismos que el mundo, tras la crisis del 2007 y la volatilidad de los últimos años, dejaría de ser sólido para convertirse en líquido. La grandeza de la ingenuidad está en su atrevimiento. Nos convencimos, sin medir hasta dónde podía llegar la profecía, que lo seguro, lo previsible, había dejado de existir y que todo lo que se moviera en el futuro lo haría sin un patrón cierto. Fuimos conservadores en nuestro pronóstico. La liquidez de la marea nos ha llevado por delante.

A María, aquella noche, le ocurrió lo mismo. Salió con sus colegas como tantas otras veces y contra su previsión inicial, la noche le impuso un muro de no retorno que la enredó en un baile de tantas cosas que todavía trata de explicarse. Su consentimiento para que todo aquello pasara no estaba en su manual de comportamiento. Cuando se despertaron, a diferencia del dinosaurio de Augusto Monterroso, ninguno de los dos seguía allí. Aunque sus cuerpos siguieran rozándose, hacía tiempos que los dos se habían marchado. Los anchos de cama acortan las distancias. Las hacen incómodas. El coronavirus, también. Ninguno de los dos, cuando volvió al lugar del que había partido aquella noche, se sintió igual. María nunca había pensado que aquello le sucediera a ella y menos a unas horas en las que la vida tiende a contorsionarse y dibujar situaciones que alteran la estabilidad del día. Cambios de luz que a veces ciegan las miradas y los hechos.

El Covid19, seguramente el mayor imprevisto de las últimas décadas, o al menos el de mayor repercusión, nos ha cambiado la vida. Ha hecho de nosotros una marioneta del azar. Ahora, como a María, que sigue con aquella historia en la cabeza, o a Carlos, que trató de borrarla pero que por otros motivos no lo ha conseguido, es necesario entender que el mundo, tal y como lo hemos construido -y no se puede volver atrás-, nos exige más que nunca, como el hombre en sus orígenes, a cazar donde haya oportunidades. A pesar de lo que hemos hecho por domar la incertidumbre, para convertirla en un lugar proscrito y clandestino, no lo hemos conseguido. Ni las empresas ni los individuos vamos a transformar todo esto en cuatro semanas. Lo que hagamos, en el entorno de las empresas, de los medios, de la sociedad, exige altura para convertir la vulnerabilidad en la cara de la única moneda que nos queda: la ausencia de certezas.


 
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